Dicen

Dicen que el amor se siente en el corazón. No es cierto.

Yo lo siento en mis manos. Cuando cada noche te recuesto sobre mí y un hormigueo me recorre el brazo hasta la punta de los dedos, sumiéndolo en un sueño incómodo. Pero aguanto un poco más. No quiero despertarte, sólo seguir disfrutando de tu respiración sobre mi pecho. Sentirte viva a mi lado. Besarte en silencio.

Lo siento en mi cabeza. Cuando cada mañana abandono nuestra cama, me disfrazo con traje y corbata y salgo ahí afuera. Cuando, al cerrar la puerta tras de mí y enfrentarme al frío del invierno, lo único que me congela es tu nombre sepultando bajo la nieve mi cerebro. Imaginándote tumbada, a escasos metros por encima de mi cuerpo. Y sí, siento envidia del sol. Es él quien te acaricia ahora que yo no estoy.

Lo siento también en mi estómago. Cuando cojo el tren de vuelta a casa y, a cada kilómetro que recorto, una nueva mariposa aletea en mi interior, desprendiendo su imparable efecto dentro de mi abdomen. Cuando el vagón se abarrota de gente con mirada perdida, maletines aburridos y elegantes tacones que pisan en falso. Viajeros pensativos, preocupados por qué harán de cenar, la reunión del día siguiente o si cerraron con llave la puerta de casa. Sonrío. Yo también pienso en algo. Volver a verte.

Lo siento en mis ojos. Cuando te miran y no pueden contener las lágrimas. Como cuando te sientes absorbido por la inmensidad de un paisaje y tu cuerpo tiembla, empañando tu mirada. Sintiéndote pequeño junto a algo tan grande, tan verdadero. En mi boca, cuando mis labios me escuecen si estás lejos de mí. En mi nariz, si le falta tu perfume en la almohada. O en mis oídos, los días que no oyen tu voz.

Lo siento en mi alma. Porque se completa con la tuya. Y en mi garganta, porque le queman los te quiero que reprime cuando no estás para escucharlos.

Dicen que el amor se siente en el corazón. No es cierto.

Tú me has enseñado que el amor se siente en todo el cuerpo.

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